Valporquero, diez mil piezas.

Me encuentro tratando de resolver un puzzle macabro, tiene como temática la oscuridad de una cueva, sus piezas, afiladas como la caliza de quirós, encajan penósamente.

¿Cómo se recompone un puzzle negro? ¿cómo distinguir una pieza de otra?

Siempre hay algo que las diferencia, unas piezas saben a cereza, otras a rosquilla, si acercas cuidadosamente tu oído, puede que las escuches roncar... como los hipopótamos o balar como cabras perdidas, aunque a estas piezas se las reconoce mejor por el olor.

Algunas pesan cientos de kilos, hará falta que unos buenos amigos echen una mano, otras son húmedas y frías, son las más difíciles encajar.

Además, no todos los tonos son iguales. Los pájaros que dan la bienvenida a Bárzana son de un negro más claro que la propia luz del sol. Los fantasmas que secuestran mi mente en algunos momentos son más negros que las entrañas de la tierra, menos mal que éramos los cazafantasmas.

Hay una pieza que es especial, en realidad muchas lo son, cada una a su manera, pero esta tiene algo... es una pieza curiosa, si te acercas a ella no para de hacerte preguntas, está llena de vida y de ganas de hacer cosas, parece que es importante así que la he colocado en el centro del puzzle.

Un trozo del monolito de kubrick se cuela en mi puzzle, una mota de conocimiento universal que con solo su roce enseña:

En ciertos momentos, un nivel de atención normal no es sufiente, estar un punto por encima no solo te propociona cierto margen de seguridad, sino que marca la diferencia entre acertar y fallar, da la capacidad de reconocer riesgos, pasar de ser un problema a poder solucionar problemas.

El precio, contemplar como la tierra se traga la pieza central del puzzle, los angustiosos momentos ante el mosaico incompletable, hasta que la pieza escapó por si misma, haciendo valía de su impresionante fuerza, de las entrañas de la tierra.

En estos momentos, con unas cuantas piezas encajadas y otras repartidas por ahí, la sombra parace formar la siluta de un gran lobo negro, con sus puntiagudas orejas atentas. Estar viendo las orejas al lobo, puede que no sea la primera vez, pero nunca tan de cerca.

Una imagen que me proporciona fuerza para correr más rápido, más lejos y con más ganas, que me recuerda que algún día me alcanzará, pero que ahora le saco ventaja y no me voy a parar, a penas un momento... para sentir el calor del sol sobre la cara mojada, en la puerta de cada infierno del que escape.

Aún estaré colocando piezas durante algún tiempo, puede que algún día finalmente lo resuelva o puede que no, ya no es importante, estoy contento viendo las piezas que ya están unidas.

Cuando pasas el dedo por su lomo, de pieza en pieza, sientes la conexión, esa especie de cicatriz, dibujando el contorno las piezas abrazadas. Ojalá que sea una sensación que perdure.